sábado, 31 de diciembre de 2011

Beaucoup effet

Beaucoup effet pretendía Delacroix y, sin duda alguna, lo conseguía con aquellas gigantescas máquinas que habían estallado directamente desde la emoción. La conmoción predomina sobre la armonía. Sus obras buscan el estremecimiento del espectador a través de ese sentimiento sobrecogedor de grandeza, desde Sardanápalo a Dante, desde Quíos a Misolonghi. Toda su pintura evoca a ese sentimiento medroso tan moderno que se debe “la mayoría de las veces, cosa curiosa, a falta de proporción […] el Roble de Antin visto a distancia parece mediocre. Su forma es regular; la masa de las hojas es proporcionada al tronco y a la extensión de las ramas. Situado debajo de las ramas mismas, no viendo más que partes sin relación con el conjunto, experimento la sensación de lo sublime". Esto le llevó a percatarse de que gran parte del efecto de las estatuas de Miguel Ángel se debe a ciertas desproporciones o partes no concluidas que aumentaban la importancia de las zonas completas, de igual manera que el infortunio que alcanza a Prometeo se hace más trágico en tanto que éste, mientras Hermes sale de escena, está inmóvil, encadenado. Esta idea de alzar algunas de las partes para aumentar la atención del espectador denota el deseo de aceptación común que tiene este artista romántico apartado del mundo, necesidad imperiosa de que su imaginación sea entendida por la ajena. Mundo recreado desde su taller, ideado desde las paredes de su estudio, como pretexto para enlazar el espíritu del pintor y el del espectador.

Estudio para la Muerte de Sardanápalo, 1826-1827. París, Museo del Louvre.


Delacroix (1798·1863), del 19 de octubre al 15 de enero de 2012, CaixaForum Madrid.

miércoles, 10 de agosto de 2011

La gran noche

I.


“En el frente, no puedo escribir de otra forma, fundamentar mejor y con mayor prolijidad”.


Der hohe Typus (El tipo Elevado), un texto escrito por Franz Marc en el otoño de 1914, estando ya movilizado por el ejército alemán en Alsacia, habla de la necesidad de librar una lucha para la conformación de un nuevo hombre europeo, algún tiempo antes de afrontar la escritura de su serie de aforismos Das zweite Gesicht (La segunda Visión). En El tipo Elevado, Marc aceptaba y deseaba el final de un determinado hombre para provocar así un desequilibrio externo de la circunstancias que llevarían al surgimiento de un nuevo individuo. De esta forma, la guerra, cultivada por poetas y pintores, se conformaba como una nueva esperanza que buscaba como ninguna otra cosa el fin de unos valores burgueses imperantes en la cultura, de toda su decadencia, dando paso a un nuevo orden artístico y social.
II.
Las masas vienesas de Los Últimos días de la humanidad destilaban ferviente deseo de confrontación vitoreando el desfile de los soldados en el Paseo de Ringstrasse. El buen sabor que la última gran contienda alemana proporcionaba en sus habitantes, olvidados por la época de paz, cierta sensación de nostalgia. “Avanzar a cualquier precio –dice Marc- como una gran corriente, que arrastra consigo todo lo posible e imposible, confiando en su fuerza purificadora”. La guerra purificaba. Era un enorme proceso de muerte que afectaría al burgués mismo y a los valores administrados por él, anclados en la sociedad desde tiempos remotos. Máscara, conciencia engañosa de un orden, que no podía ya ocultar la ausencia de todo vínculo originario, la falta de toda libertad. El “pseudoarte” debía ser extinguido mediante la guerra y sustituido por un sentimiento que encontrase la importancia no en las cosas mismas, sino en las fuerzas que las generan, “situarse más allá de lo casual, en la certidumbre interna de las cosas”. Las posibilidades dadas por el espacio conocido estaban agotadas hasta sus últimos extremos por lo que se hace indispensable empezar desde cero. Y no existe duda alguna al respecto de que no hay un momento más propicio para el surgimiento de estas cualidades que la guerra. O al menos Marc no la tuvo: “si de esta guerra no surge ningún poeta ni música alguna, es que no los hay en absoluto”, escribió a su mujer, María.


III.


Se trata de la destrucción que precede a la voluntad de forma y que Marc cree perdida, “no se remienda un vestido viejo con un trapo nuevo; se vuelve a romper, y ese roto es más irritante que el anterior”. La guerra entra, pues, en acción como un deus ex machina para purificar la escena europea. Pero sus máquinas, su ciencia, la causa de su progreso, trabajaron “au détriment de la religión”. Sacaron desde el interior el mayor de sus miedos, el fin de su capacidad crítica inherente a su condición de persona. La manera en la que se presenta la guerra, la alteración de los modos de combatir, esta nueva lucha en la que el hombre se quita de encima a sus enemigos sin riesgo personal alguno, provoca la reminiscencia de aquella otra manera heroica, muscular, que orientaba la educación de los jóvenes. “Nadie advirtió los primeros síntomas –narraba Jünger en Sobre los acantilados de mármol-. Cuando corrieron rumores de tumultos, pareció que en la Campaña se reavivaba el viejo espíritu de venganza, pero enseguida se supo que aquellos actos de violencia estaban ensombrecidos por unos rasgos tan nuevos como insólitos. Se fue perdiendo el fondo de honor bárbaro que hasta entonces había atenuado la violencia, y no quedó más que el simple crimen”. Y es la educación de éstos, de los jóvenes, la verdadera luz del ámbito que se abre, pues legitima que la educación de un niño sea dirigida en función de que una acción violenta pueda ser más moral que otra; a saber, “una pelea a manos limpias aventaja en un grado de honor al asesinato con alevosía”(Karl Kraus). La capacidad de discernimiento del hombre se ve alterada por su voluntad de poder, por su voluntad de técnica. Pierde de vista su fin porque, en este punto, no tiene fin al que llegar. Su finalidad se confunde con la de la técnica, que no es más que la propia técnica. De la misma manera que la técnica no busca su utilidad, sino su supervivencia, el hombre olvida el origen de su conflicto para alcanzar el mayor grado de acción posible, de destrucción posible. Una vez dentro, el fin de estos artefactos, “grisáceo ratón como animal-emblema de la guerra moderna”, no es tanto el de salir victorioso como el de arrasar la mayor cantidad de lo que sea.


IIII.


Los avances técnicos habían propiciado la disolución de las masas de combatientes. El movimiento comienza a ser paralizado por una extraña sensación de torpeza consciente de la fuerza gravitatoria que adquiere el fuego. Los soldados no se atreven a traspasar esa línea de llamas invisible, vigilada constantemente desde algún lugar. La inutilidad de batirse con el adversario en campo abierto provoca en el soldado, en medio de este remolino, un estado de destrucción masiva preventiva. Incluso, en los momentos de no confrontación, los combatientes se lanzaban artefactos explosivos para evitar la relajación total de sus contrincantes.


V.


En este “vacío humano” que definió Jünger, espacio entre trincheras, donde “nos matábamos sin vernos” el hombre pierde su clarividencia en el sentido más estricto de la palabra, deja de ver claro. Y de actuar claro. Sus reacciones dejan de ser consecuencia lógicas a una acción. Pierde su capacidad lógica de respuesta. Como a los habitantes del Reino de los Sueños en la novela de Alfred Kubin, tras la muerte de Patera, el habla se les hace trémula, las referencias temporales se disipan y cada una de las formas se funde con el sórdido ambiente. Pierden su capacidad de intuición. Como consecuencia de ello, y solo en ese preciso instante, el protagonista de La otra parte adquiere una desconocida habilidad, “Ya no veía todo aquello con mis ojos, no… ¡no!: me había olvidado de mí mismo al diluirme en esos microcosmos, compartiendo el dolor y la alegría de una gama infinita de seres. Una serie de extraños e indescriptibles enigmas me fue entonces revelada”.


VI.


Marc, entonces, lo ve claro. Conejos, de ojos rojos, dando brincos. Lo llamó “El temblor del conejo”. En un mundo en vibración el conejo salta, danza, intentando ser presa del soldado que está en la escollera, relacionarse con él a través del abismo físico que les separa. -¿Cuál es mi esencia? -, pregunta. Pero su entendimiento ha de darse sin más, no debe ser jamás planteado, su solo intento de conquista lo reduce a nada. El sujeto debe percibirlo sin ser consciente de ello, no ha de prepararse para esta visión, de hecho, no es una facultad reservada a personas especialmente dotadas, sino que se presenta de improviso. De manera que “cuanto más se obstina en dirigir la flecha de forma tal que dé en la diana, tanto menos conseguirá su objetivo”, explicaba Máximo Cacciari en Hombres póstumos. Nada puede ser controlado en las cercanías de este terreno, que tanto se parece a un pantano y que está destinado a ser el inicio de todo. Pantano, lugar inhóspito como ningún otro pero generador, al tiempo, de millones de seres. Se buscaba, parece, llegar al pantano, al gran charco –charco rojo sobre un fondo azul que dijera Matisse de sus cuadros- para alcanzar una tierra nueva. Existía la necesidad de transitar obligatoriamente por un periodo de penuria antes de llegar a tan ansiado final. A Perla se llegaba a través de largas jornadas por un desierto sin vida.


VII.


Algún tiempo después, caído su tótem, Perla resultaría asfixiante, acuciada por una interna e incurable enfermedad, que es compartida por aquella otra región conocida como la Marina, salvada in extremis por víboras que surgían desde el mármol quebrado del suelo. Aquellos dogos rojos, creados artificialmente, solo claudicarían ante las serpientes, movidas al compás de un plato y un tenedor de metal. La salvación del hombre pasa por los animales. Víboras, gallinetas… conejos de ojos rojos. El ambiente de Perla y de la Marina se convierte, en el imaginario general, en las batallas del Somme y de Verdún. Allí solo había barro, fuego, humo, gritos en la niebla.


Alfred Kubin, Kosaken, 1918. Zürich, Galerie Gerhard Zaehringer.



sábado, 30 de julio de 2011

Blanco de Zinc

Y haz tuyo el azul intenso, casi negro. El olor de un tierra mojada.
"[...] Y lo oigo en la lluvia, poco a poco
de la ruta angostada de mi sombra",
de Juan Antonio Villacañas.


Tomás Camarero, Estudio de faroles, 2001.


sábado, 11 de junio de 2011

De pura nada

A propósito de nuestra relación con la naturaleza y de la importancia que adquiere en la obra de Edmund Burke, existe un concepto desarrollado por Schelling acerca del devenir de la naturaleza que toma el nombre de vitalismo místico. Entendía la naturaleza como un elemento en constante desarrollo partiendo siempre desde un estado bruto de conciencia, o de inconsciencia, y que, gradualmente, ascendía hacia su propio conocimiento o desarrollo. El mundo adquiría constancia de sí, desde la oscuridad, mediante una voluntad desconocida. “La naturaleza se esforzaba por algo sin saber, en realidad, qué era aquello por lo que lo hacía. El hombre, a su vez, se esforzaba y tomaba conciencia de aquello por lo que se esforzaba”. Esta concepción del hombre y su entorno, muy vitalista, no hace sino abrir las puertas del protagonismo a una serie de misteriosas fuerzas aparentemente no controlables pero que seducen sobre manera al individuo. La naturaleza adquiría una condición divina que le era, según esto, propia, alcanzando su mayor grado en la estética de lo sublime. Cuando todas estas fuerzas operaban poderosamente causaban asombro, y el asombro era aquel estado de ánimo que embriagaba al hombre, suspendiendo sus movimientos temporalmente por existir un cierto grado de temor. Su mente, llena de este temor, no podía discurrir sobre el objeto que observaba. Este es el gran poder de las imágenes que nos presenta Burke. Independientemente de que el hecho suceda en realidad, posee la mente el poder de intuir su efecto, su movimiento. La categoría de lo sublime aparece en la teoría artística moderna para fortalecer la estética del sentimiento. Un sentimiento perpetuo para un movimiento perpetuo, para un mundo incapaz de ser representado en reposo. Según parece, a partir de este momento – y aquí radica el carácter visionario, si se quiere, del sujeto- el mundo solo podía ser representado en movimiento, en un giro muy rápido en cuyo interior se situaba el hombre. Como si fuese una pintura de panorama. Y será esta misma idea de movimiento constante la que se repite en el siglo XIX, la que aparece en el Aníbal de Turner, en el Mäelstrom de Edgar Poe o, incluso, en el epílogo del Moby Dick.

John Constable, Tempestad frente a la costa de Brighton, c. 1824-1828. Royal Academy of Arts de Londres.

domingo, 1 de mayo de 2011

Mirar muy de cerca

Aun cuando pinta una figura es el paisaje lo que aparece.
Desde fines de la década de los treinta parece que fue así, que la representación del paisaje fue ganando terreno en su pintura y que ésta se fue haciendo cada vez más material en su intención de dar a conocer la tierra. “Casi todos se fueron después a París, menos Benjamín Palencia y yo”, llegó a decir en alguna ocasión Alberto Sánchez, y se quedaron ni más ni menos que “con el deliberado propósito de poner en pie el nuevo arte nacional”. Para ello, claro, era necesario conocer el medio antes, como si una cosa llevase a la otra. La tierra se debía reflejar con tierra; y después vendrían los surcos. Testigo de lo agreste de la naturaleza, de su dureza esencialmente castellana, fijando fuertemente los contornos sobre un cielo que no respira, no por nada en especial, sino simplemente porque no tiene espacio, porque el paisaje le ha dejado sin él. A base de mucha pasta, tanta que huele. Oler hasta trascender, o, lo que es lo mismo, mirar muy de cerca.


Benjamín Palencia, Piornos en flor, 1951. Museo de Bellas Artes de Bilbao

BENJAMÍN PALENCIA 1894-1980.
Del 29 de marzo al 21 de agosto de 2011. Museo de Santra Cruz, Toledo