
sábado, 11 de junio de 2011
De pura nada
A propósito de nuestra relación con la naturaleza y de la importancia que adquiere en la obra de Edmund Burke, existe un concepto desarrollado por Schelling acerca del devenir de la naturaleza que toma el nombre de vitalismo místico. Entendía la naturaleza como un elemento en constante desarrollo partiendo siempre desde un estado bruto de conciencia, o de inconsciencia, y que, gradualmente, ascendía hacia su propio conocimiento o desarrollo. El mundo adquiría constancia de sí, desde la oscuridad, mediante una voluntad desconocida. “La naturaleza se esforzaba por algo sin saber, en realidad, qué era aquello por lo que lo hacía. El hombre, a su vez, se esforzaba y tomaba conciencia de aquello por lo que se esforzaba”. Esta concepción del hombre y su entorno, muy vitalista, no hace sino abrir las puertas del protagonismo a una serie de misteriosas fuerzas aparentemente no controlables pero que seducen sobre manera al individuo. La naturaleza adquiría una condición divina que le era, según esto, propia, alcanzando su mayor grado en la estética de lo sublime. Cuando todas estas fuerzas operaban poderosamente causaban asombro, y el asombro era aquel estado de ánimo que embriagaba al hombre, suspendiendo sus movimientos temporalmente por existir un cierto grado de temor. Su mente, llena de este temor, no podía discurrir sobre el objeto que observaba. Este es el gran poder de las imágenes que nos presenta Burke. Independientemente de que el hecho suceda en realidad, posee la mente el poder de intuir su efecto, su movimiento. La categoría de lo sublime aparece en la teoría artística moderna para fortalecer la estética del sentimiento. Un sentimiento perpetuo para un movimiento perpetuo, para un mundo incapaz de ser representado en reposo. Según parece, a partir de este momento – y aquí radica el carácter visionario, si se quiere, del sujeto- el mundo solo podía ser representado en movimiento, en un giro muy rápido en cuyo interior se situaba el hombre. Como si fuese una pintura de panorama. Y será esta misma idea de movimiento constante la que se repite en el siglo XIX, la que aparece en el Aníbal de Turner, en el Mäelstrom de Edgar Poe o, incluso, en el epílogo del Moby Dick.
John Constable, Tempestad frente a la costa de Brighton, c. 1824-1828. Royal Academy of Arts de Londres.

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