I.
“En el frente, no puedo escribir de otra forma, fundamentar mejor y con mayor prolijidad”.
Der hohe Typus (El tipo Elevado), un texto escrito por Franz Marc en el otoño de 1914, estando ya movilizado por el ejército alemán en Alsacia, habla de la necesidad de librar una lucha para la conformación de un nuevo hombre europeo, algún tiempo antes de afrontar la escritura de su serie de aforismos Das zweite Gesicht (La segunda Visión). En El tipo Elevado, Marc aceptaba y deseaba el final de un determinado hombre para provocar así un desequilibrio externo de la circunstancias que llevarían al surgimiento de un nuevo individuo. De esta forma, la guerra, cultivada por poetas y pintores, se conformaba como una nueva esperanza que buscaba como ninguna otra cosa el fin de unos valores burgueses imperantes en la cultura, de toda su decadencia, dando paso a un nuevo orden artístico y social.
II.
Las masas vienesas de Los Últimos días de la humanidad destilaban ferviente deseo de confrontación vitoreando el desfile de los soldados en el Paseo de Ringstrasse. El buen sabor que la última gran contienda alemana proporcionaba en sus habitantes, olvidados por la época de paz, cierta sensación de nostalgia. “Avanzar a cualquier precio –dice Marc- como una gran corriente, que arrastra consigo todo lo posible e imposible, confiando en su fuerza purificadora”. La guerra purificaba. Era un enorme proceso de muerte que afectaría al burgués mismo y a los valores administrados por él, anclados en la sociedad desde tiempos remotos. Máscara, conciencia engañosa de un orden, que no podía ya ocultar la ausencia de todo vínculo originario, la falta de toda libertad. El “pseudoarte” debía ser extinguido mediante la guerra y sustituido por un sentimiento que encontrase la importancia no en las cosas mismas, sino en las fuerzas que las generan, “situarse más allá de lo casual, en la certidumbre interna de las cosas”. Las posibilidades dadas por el espacio conocido estaban agotadas hasta sus últimos extremos por lo que se hace indispensable empezar desde cero. Y no existe duda alguna al respecto de que no hay un momento más propicio para el surgimiento de estas cualidades que la guerra. O al menos Marc no la tuvo: “si de esta guerra no surge ningún poeta ni música alguna, es que no los hay en absoluto”, escribió a su mujer, María.
III.
Se trata de la destrucción que precede a la voluntad de forma y que Marc cree perdida, “no se remienda un vestido viejo con un trapo nuevo; se vuelve a romper, y ese roto es más irritante que el anterior”. La guerra entra, pues, en acción como un deus ex machina para purificar la escena europea. Pero sus máquinas, su ciencia, la causa de su progreso, trabajaron “au détriment de la religión”. Sacaron desde el interior el mayor de sus miedos, el fin de su capacidad crítica inherente a su condición de persona. La manera en la que se presenta la guerra, la alteración de los modos de combatir, esta nueva lucha en la que el hombre se quita de encima a sus enemigos sin riesgo personal alguno, provoca la reminiscencia de aquella otra manera heroica, muscular, que orientaba la educación de los jóvenes. “Nadie advirtió los primeros síntomas –narraba Jünger en Sobre los acantilados de mármol-. Cuando corrieron rumores de tumultos, pareció que en la Campaña se reavivaba el viejo espíritu de venganza, pero enseguida se supo que aquellos actos de violencia estaban ensombrecidos por unos rasgos tan nuevos como insólitos. Se fue perdiendo el fondo de honor bárbaro que hasta entonces había atenuado la violencia, y no quedó más que el simple crimen”. Y es la educación de éstos, de los jóvenes, la verdadera luz del ámbito que se abre, pues legitima que la educación de un niño sea dirigida en función de que una acción violenta pueda ser más moral que otra; a saber, “una pelea a manos limpias aventaja en un grado de honor al asesinato con alevosía”(Karl Kraus). La capacidad de discernimiento del hombre se ve alterada por su voluntad de poder, por su voluntad de técnica. Pierde de vista su fin porque, en este punto, no tiene fin al que llegar. Su finalidad se confunde con la de la técnica, que no es más que la propia técnica. De la misma manera que la técnica no busca su utilidad, sino su supervivencia, el hombre olvida el origen de su conflicto para alcanzar el mayor grado de acción posible, de destrucción posible. Una vez dentro, el fin de estos artefactos, “grisáceo ratón como animal-emblema de la guerra moderna”, no es tanto el de salir victorioso como el de arrasar la mayor cantidad de lo que sea.
IIII.
Los avances técnicos habían propiciado la disolución de las masas de combatientes. El movimiento comienza a ser paralizado por una extraña sensación de torpeza consciente de la fuerza gravitatoria que adquiere el fuego. Los soldados no se atreven a traspasar esa línea de llamas invisible, vigilada constantemente desde algún lugar. La inutilidad de batirse con el adversario en campo abierto provoca en el soldado, en medio de este remolino, un estado de destrucción masiva preventiva. Incluso, en los momentos de no confrontación, los combatientes se lanzaban artefactos explosivos para evitar la relajación total de sus contrincantes.
V.
En este “vacío humano” que definió Jünger, espacio entre trincheras, donde “nos matábamos sin vernos” el hombre pierde su clarividencia en el sentido más estricto de la palabra, deja de ver claro. Y de actuar claro. Sus reacciones dejan de ser consecuencia lógicas a una acción. Pierde su capacidad lógica de respuesta. Como a los habitantes del Reino de los Sueños en la novela de Alfred Kubin, tras la muerte de Patera, el habla se les hace trémula, las referencias temporales se disipan y cada una de las formas se funde con el sórdido ambiente. Pierden su capacidad de intuición. Como consecuencia de ello, y solo en ese preciso instante, el protagonista de La otra parte adquiere una desconocida habilidad, “Ya no veía todo aquello con mis ojos, no… ¡no!: me había olvidado de mí mismo al diluirme en esos microcosmos, compartiendo el dolor y la alegría de una gama infinita de seres. Una serie de extraños e indescriptibles enigmas me fue entonces revelada”.
VI.
Marc, entonces, lo ve claro. Conejos, de ojos rojos, dando brincos. Lo llamó “El temblor del conejo”. En un mundo en vibración el conejo salta, danza, intentando ser presa del soldado que está en la escollera, relacionarse con él a través del abismo físico que les separa. -¿Cuál es mi esencia? -, pregunta. Pero su entendimiento ha de darse sin más, no debe ser jamás planteado, su solo intento de conquista lo reduce a nada. El sujeto debe percibirlo sin ser consciente de ello, no ha de prepararse para esta visión, de hecho, no es una facultad reservada a personas especialmente dotadas, sino que se presenta de improviso. De manera que “cuanto más se obstina en dirigir la flecha de forma tal que dé en la diana, tanto menos conseguirá su objetivo”, explicaba Máximo Cacciari en Hombres póstumos. Nada puede ser controlado en las cercanías de este terreno, que tanto se parece a un pantano y que está destinado a ser el inicio de todo. Pantano, lugar inhóspito como ningún otro pero generador, al tiempo, de millones de seres. Se buscaba, parece, llegar al pantano, al gran charco –charco rojo sobre un fondo azul que dijera Matisse de sus cuadros- para alcanzar una tierra nueva. Existía la necesidad de transitar obligatoriamente por un periodo de penuria antes de llegar a tan ansiado final. A Perla se llegaba a través de largas jornadas por un desierto sin vida.
VII.
Algún tiempo después, caído su tótem, Perla resultaría asfixiante, acuciada por una interna e incurable enfermedad, que es compartida por aquella otra región conocida como la Marina, salvada in extremis por víboras que surgían desde el mármol quebrado del suelo. Aquellos dogos rojos, creados artificialmente, solo claudicarían ante las serpientes, movidas al compás de un plato y un tenedor de metal. La salvación del hombre pasa por los animales. Víboras, gallinetas… conejos de ojos rojos. El ambiente de Perla y de la Marina se convierte, en el imaginario general, en las batallas del Somme y de Verdún. Allí solo había barro, fuego, humo, gritos en la niebla.
Alfred Kubin, Kosaken, 1918. Zürich, Galerie Gerhard Zaehringer.